Henry George
Vénganos el tu Reino
El domingo 28 de abril de 1889,
Henry George pronunció la siguiente conferencia en la City Glasgow.
Tema: «Vénganos el Tu Reino».
El salón estaba completamente lleno antes de la hora fijada.
Henry George, dijo:
Acabamos de juntarnos en la más solemne, más sagrada y más católica de todas las plegarias. «Padre nuestro que estás en los cielos!» En cuantos lo aprendimos en nuestra infancia, evoca las más dulces y tiernas emociones. Unas veces consciente, otras rutinariamente, ¡cuántas veces la hemos repetido! Durante siglos, cada día, cada hora, asciende esta súplica: «Vénganos el Tu Reino!» Ha venido? Conteste esta cristiana ciudad de Glasgow — Glasgow, que fué la «floreciente por la predicación de la palabra»—. «Vénganos el Tu Reino». Día tras día, domingo tras domingo, semana tras semana, siglo tras siglo ha ascendido esta súplica; y hoy, en esta llamada cristiana ciudad de Glasgow, 125.000 seres humanos— así dicen vuestros funcionarios de Beneficencia —, 125.000 criaturas de Dios, viven en una sola habitación por familia. «Vénganos el Tu Reino». Lo hemos estado implorando e implorando y aún no ha venido. Tanto se ha retardado, que muchos creen que no vendrá nunca. Este es el punto vital en que esto que acostumbramos a llamar cristianismo del tiempo presente tanto difiere del cristianismo que derrumbó el mundo antiguo, aquel cristianismo que bajo la raíz de una vieja civilización plantó la semilla de una nueva y más alta. Nos hemos acostumbrado a pensar que el reino de Dios no es para este mundo; que virtualmente este es el mundo del demonio y que el reino de Dios está en alguna otra esfera a la cual aquél elevará a los buenos cuando mueran — como los buenos americanos dicen que «cuando mueren van a París»—. Si es así, ¿para qué sirve implorar la venida de aquel reino? Dios, el Dios de los cristianos, el Todopoderoso, el Padre amante de quien Cristo habló — ¿es un monstruo tal como lo sería un Dios de esa clase?—; un Dios que mira a este mundo, ve sus padecimientos y sus miserias, ve las nobles facultades abortadas, las vidas fracasadas, la inocencia trocada en vicio y crimen, las fibras del corazón heridas y rotas, y sin embargo, estando en su mano, ¿no traerá este reino de paz, de amor, de abundancia y de felicidad? ¿Es Dios en realidad un déspota caprichoso a quien tenemos que adular para que haga el bien?
Mas, pensad en ello: El Todopoderoso — y lo digo con reverencia —, el Todopoderoso no podrá traer este reino espontáneamente. Porque ¿cuál es el reino de Dios, el reino por el que Cristo nos enseñó a orar? ¿No consiste en hacer la voluntad de Dios, no automáticamente, no como animales que son compelidos, sino como seres inteligentes que distinguen el bien del mal? Swedenborg jamás dijo nada más profundo y verdadero ni nada más compatible con la filosofía del cristianismo que cuando dijo que Dios no ha llevado a nadie al infierno, que los demonios van al infierno porque prefieren ir al infierno a ir al cielo. Los espíritus del mal serían infelices donde reinase el espíritu del bien; casados con la injusticia y amando la injusticia serían desdichados donde la justicia fuera ley. Y correlativamente Dios no puede poner a seres inteligentes que tienen una voluntad libre en condiciones en que tengan que obrar justamente sin destruir esa voluntad libre. ¡Ah! ¡Ah! «Vénganos el Tu Reino». Cuando Cristo nos enseñó esta oración no significó únicamente que los hombres hayan de pronunciar ociosamente estas palabras, sino que tienen que trabajar lo mismo que orar por la venida de aquel reino.
¡Orar! Reflexionad lo que es orar. ¡Qué verdad es la vieja anécdota! El canelero cuyo carro se atrancó en el camino se arrodilló y suplicó a Júpiter que lo desatascara. Podía haber estado orando hasta el fin del mundo y el carro continuaría atollado allí. Este mundo — el mundo de Dios — no es un mundo de tal clase que la repetición de palabras saque carros de los baches o la miseria de los tugurios. El que quiera orar con eficacia tiene que trabajar. «¡Padre nuestro que estás en los cielos!» No un déspota que gobierne por arbitrarios fiats, sino un Padre, un Padre amoroso, nuestro Padre; un Padre para todos nosotros — este fué el mensaje de Cristo—. Es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos. Pero hay hombres que viendo en torno los padecimientos y la injusticia de que, aun en los llamado:; países cristianos, está llena la vida, dicen que no hay padre en los cielos, que no puede haber Dios porque si no, no permitiría esto. ¡Qué superficial es esta idea! ¿Qué haríamos nosotros como padres por nuestros hijos? ¿Hay alguien que, conociendo el mundo y las leyes de la vida humana, cercara a sus hijos de guardianes de modo que no pudieran hacer mal ni padecer dolor? ¿Qué lograrían con una educación como ésta? Un animal mimado, no un hombre capaz de confiar en sí propio. Nosotros somos sus hijos. Sin embargo, que uno de los hijos de Dios se caiga al agua y si no ha aprendido a nadar se ahogará. Y si la tierra está a mucha distancia y no hay cerca un bote, ni nada a que pueda acogerse, se ahogará de todos modos, sepa nadar o no. Dios, el Creador pudo haber hecho que los hombres pudieran nadar como los peces; pero ¿cómo podría haber hecho que pudieran nadar como los peces y, sin embargo, haber adaptado esta maravillosa fábrica nuestra para todos los fines que la inteligencia aposentada en ella requiere para su empleo? Dios puede hacer un pez; Dios puede hacer un pájaro; pero ¿podía, siendo sus leyes como son, fabricar un animal que a la vez nadase como el pez y volase como un pájaro? Que aquella inteligencia que tenemos que reconocer sobre la Naturaleza sea todopoderosa no significa que pueda contradecirse a sí propia y hollar sus propias leyes. No; somos los hijos de Dios. Qué cosa es Dios ¿quién lo dirá? Pero todo hombre tiene conciencia de esto: que tras lo que él ve tiene que haber habido un poder creador; que tras lo que él conoce hay una inteligencia mucho mayor que la aposentada en la mente humana, pero a la cual, aunque en grado infinitamente menor, se parece la inteligencia humana.
Sí, somos sus hijos. Nosotros, en cierta medida, tenemos ese poder de adaptar las cosas que sabemos que tiene que haberse ejercido para crear este universo. Considerad esos grandes buques por los cuales es famoso en todo el mundo este puerto de Glasgow. Considerad uno de esos grandes transatlánticos como el «Umbría» o el «Etruria» o el «Ciudad de Nueva York» o el «Ciudad de París». En el Océano que tales barcos surca hay puercos marinos, hay ballenas, hay delfines, hay otra clase de peces. Son hoy exactamente como eran cuando César abordó a esta isla, exactamente como eran antes de que el primer bretón antiguo echara al agua sus botes revestidos de cuero. El hombre, hoy, no puede nadar mejor que otro hombre pudo hacerlo entonces; pero considerad cómo por su inteligencia ha ido ascendiendo cada vez más, cómo se ha desarrollado su poder de hacer cosas que ahora cruzan el gran Océano más rápidamente que cualquier pez. Considerad a uno de esos grandes transatlánticos forzando su marcha a través del Océano Atlántico a 400 millas al día, con temporal contrario: ¿no es en cierto modo producto de un poder semejante al divino? ¿Una máquina en cierto modo igual a los peces que nadan debajo? Aquí está lo que distingue al hombre de los animales; aquí está el abismo profundo e infranqueable. Entre todos los animales, el hombre es el único hacedor. Entre todos los animales el hombre es el único que posee el poder semejante al divino de adaptar los medios a los fines. Y ¿es posible que el hombre que posee el poder de adaptar los medios a los fines de modo que pueda cruzar el Atlántico en seis días no posea, sin embargo, el poder de suprimir las condiciones que hacinan cientos de miles de familias en viviendas de una sola habitación? Cuando consideramos estas conquistas del hombre y miramos a la miseria que existe hoy en los mismos centros de la riqueza, la ignorancia, el desamparo, la injusticia que caracterizan nuestra más alta civilización, podemos conocer con seguridad que no es por culpa de Dios; es por culpa del hombre. ¿Podemos desconocer que en este mismo poder que Dios ha dado a sus hijos aquí, en este poder de elevarse cada vez más alto, va envuelto — y envuelto necesaria mente — el poder de caer más bajo?
«¡Nuestro Padre!» «¡Nuestro Padre!» ¿De quién? No mi Padre. ¡Esta no es la oración! «¡Nuestro Padre!» No el Padre de una secta, de una clase, sino el Padre de todos los hombres. El Padre de todos, el Padre igual, el Padre amante. A Él es a quien nosotros pedimos que venga su reino. ¡Ay! ¡Lo pedimos con los labios! Le llamamos «nuestro Padre», el de todos; el Padre universal cuando nos arrodillamos para rezarle. Pero que sea el Padre de todos — que, sea el Padre de todos los hombres — lo negamos con nuestras instituciones. El Padre de todos que ha hecho el mundo; el Padre de todos que ha creado el hombre a su imagen y lo ha puesto sobre la tierra para que saque su subsistencia de las entrañas de ésta: para que encuentre en la tierra todas las materias aptas para satisfacer sus necesidades, esperando sólo a que el trabajo del hombre las extraiga. Si Él es el Padre de lodos ¿no tienen todos los seres humanos, todos los hijos del Creador, títulos iguales para utilizar sus mercedes? Y, sin embargo, nuestras leyes dicen que esta tierra de Dios no está aquí para uso de todos sus hijos sino para uso de unos pocos privilegiados. En el Oeste de los Estados Unidos se publicó hace algún tiempo un pequeño diálogo. Acaso lo habéis leído. Pasó entre un muchacho y su padre que visitaban un ladrillar. El muchacho miró a los hombres que hacían ladrillos y preguntó: ¿Quiénes son estos hombres que hacen barro? ¿Por qué están sacando tierra, y qué es lo que están haciendo? Se lo dicen, y entonces pregunta por el c1uefío del ladrillar. Éste no hace ladrillos, éste cobra su renta por permitir a otros hombres que hagan ladrillos. Entonces el muchacho pregunta a quién pertenecen los ladrillos. Y le dicen que pertenecen a los hombres que los están haciendo. Entonces necesita saber de dónde saca su título de propiedad sobre el ladrillar el dueño de él. ¿Lo ha hecho él? No, no lo ha hecho él, le replica el padre; «lo hizo Dios». El muchacho pregunta, ¿lo hizo Dios para aquél? A lo cual el padre le dice que no debe hacer tales preguntas, sino que eso es justo y conforme a la ley de Dios. Entonces el muchacho que, naturalmente, era un chico de escuela dominical y había ido a la iglesia, murmuró para sí: «que Dios amaba tanto al mundo que había enviado a Su Único Hijo para que muriese por todos los hombres, pero que amaba tanto al dueño de aquel ladrillar que no solamente le había dado Su Único Hijo sino el ladrillar además.»
Este es un cuentecillo sarcástico; pero yo no lo repito en burla; a mí no me gusta hablar burlescamente de los asuntos sagrados. Sin embargo, es bueno que algunas veces seamos festivamente inducidos a pensar. Pensad en lo que el cristianismo nos enseña; pensad en la vida y muerte de Aquél que vino a morir por los hombres; pensad en sus enseñanzas, que todos nosotros somos, por igual, hijos de un padre todopoderoso que no hace distinción de personas; y después pensad en esta injusticia legalizada, esta negación de los más altos y más fundamentales derechos de los hijos de Dios, negación que tantos de los propios hombres que enseñan el cristianismo defienden, y de la cual blasfemamente afirmamos que es el designio y el propósito del Creador. Para mí es mejor, es más alto el ateo que dice que no hay Dios que el cristiano profeso que predicando la bondad y la paternidad de Dios nos dice con sus palabras como algunos o indirectamente como otros, que millones y millones de criaturas humanas — (en este momento un niño comienza a llorar); no os llevéis fuera al pequeñuelo — que millones y millones de seres humanos como ese pequeñuelo son traídos diariamente al mundo por el fiat creador sin que se haya dispuesto en este mundo sitio para ellos. ¡Ay!, nos dicen que por las leyes de Dios los pobres son creados para que los ricos puedan tener la dulce satisfacción de ejercitar la caridad hacia ellos; nos dicen que en un estado de cosas como el existente en esta ciudad de Glasgow, como en otras grandes ciudades de ambos lados del Atlántico, donde todos los días mueren pequeñuelos, mueren a cientos de miles porque habiendo venido a este mundo — aquellos hijos de Dios, por su fiat, por su decreto — se hallan con que no hay en la tierra espacio suficiente para que ellos vivan; y son arrojados del mundo de Dios porque no pueden obtener bastante sitio, no pueden obtener bastante aire, no pueden obtener bastante alimento. Yo no creo en aquel Dios; si fuera así, aunque tuviera que caer en su infierno, yo le odiaría con todo mi corazón. ¡Que no hay bastante sitio aquí para los pequeñuelos! Mirad a todo país del mundo civilizado ¿no hay sitio bastante y de sobra? ¿no hay alimento bastante? Mirad al trabajo sin empleo; mirad a la tierra ociosa; mirad todos los países y ved cómo se despilfarran las oportunidades naturales. ¡Ay!, ese cristianismo que arroja sobre el Creador el mal, la injusticia, los padecimientos, la degradación, que son debidos a la injusticia del hombre, es peor, mucho peor que el ateísmo. Esta es la blasfemia, y si hay un pecado contra el Espíritu Santo, este es el pecado imperdonable.
Porque considerad: «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy». La semana pasada me alojé en un hotel — un balneario—. Un centenar o más de huéspedes se sentaron a la mesa. Antes de que ninguno empezara a comer, un hombre se puso en pie y dando gracias a Dios, le manifestó su gratitud por sus mercedes. En los barcos bien abastecidos se hace una acción de gracias análoga en cada comida. ¿Qué significan con esto los hombres? ¿Es una burla o qué?
Si Adán cuando fué arrojado del Edén se hubiera postrado y comenzado a orar, podía haber estado rezando hasta ahora sin haber encontrado nada que comer, a menos que se hubiese puesto a trabajar para ello. Sin embargo, el alimento es merced de Dios. Éste no pone en el mundo carne ya guisada, ni vegetales preparados, ni fabrica platos, ni hace paños; lo que da son las oportunidades de producir tales cosas, de obtenerlas por medio del trabajo. Su mandato es —escrito está en las palabras divinas y grabado en todo hecho de la Naturaleza — que por el trabajo tendremos estas cosas. La Naturaleza da al trabajo y a nada más. Lo que Dios da son los elementos indispensables para el trabajo. Los da, no a uno ni a varios, ni a una generación, sino él todos. Son sus dones, sus mercedes para el conjunto de la raza humana. Y, sin embargo, ¿qué vemos en todo el mundo civilizado? Que unos pocos hombres se han apropiado estas mercedes reclamándolas como suyas exclusivamente, mientras que la gran mayoría no tiene derechos legales para aplicar su trabajo a los depósitos de la Naturaleza y extraer de ellos las mercedes del Creador. Y así ocurre que en todo el mundo civilizado, la clase llamada peculiarmente clase trabajadora es la clase pobre, y los hombres que no trabajan, que se enorgullecen de no haber trabajado nunca honradamente y de descender de padres y de abuelos que en su vida trabajaron honradamente, lo más mínimo, disfrutan una superabundancia de todas las cosas que el trabajo produce.
Mr. Abner Thomas, de Nueva York, un presbiteriano rígidamente ortodoxo, hijo de aquel Dr. Thomas, famoso en América si no aquí, pastor de una iglesia presbiteriana de Filadelfia y autor de un comentario sobre la Biblia, que es todavía un libro no superado, escribió hace poco una alegoría llamada «Un sueño». Dormitando en su sillón, se imaginó que era trasladado a la otra parte del río de la muerte. Y tomando el camino recto y angosto, llegó finalmente a la vista de la Ciudad Áruea. Un ángel de aspecto hermosamente caballeresco abrió la puerta. Le preguntó su nombre y le dejó pasar; le advirtió al mismo tiempo que sería bueno que escogiese sus compañías en el cielo y no se asociara con ángeles de mala reputación.
—¿Pues qué — dijo el recien llegado, con asombro — no es este el cielo?
— Sí — le dijo el guardián —. Pero hay aquí ahora una turba de ángeles vagabundos.
— ¿Cómo puede ser eso? — dijo Mr. Thomas en su sueño —. ¡Yo creía que había abundancia para todos en el cielo!
— Solía haberla hace algún tiempo — dijo el guardián —. Y si necesitabais tener vuestra arpa pulida y vuestras alas peinadas, teníais que hacerlo vos mismo. Pero las cosas han cambiado desde que adoptamos en el cielo las mismas reglas sobre la propiedad privada de la tierra que tenéis en los países civilizados; y hemos encontrado un gran progreso, por lo menos de las clases selectas.
Después, el guardián dijo al recién llegado que decidiera dónde había de hospedarse.
— Yo no necesito hospedarme en ninguna parte — dijo Thomas —. Prefiero irme a aquellos hermosos collados verdes y tenderme allí.
— No os aconsejo que lo hagáis — dijo el guardián —. Al ángel que es dueño de aquel collado no le gusta tolerar las transgresiones. Hace algún tiempo, como os digo, que introdujimos el sistema de la propiedad privada sobre el suelo… Aquí nos hemos repartido la tierra. Ahora todo es propiedad privada.
— Espero que me habréis tenido en cuenta en esa repartición.
— No — dijo el guardián —. No lo fuísteis; pero si os ponéis a trabajar y sois económico podéis ganar fácilmente, en un par de siglos, lo necesario para comprar una pequeña parcela. Al llegar aquí obtenéis libremente un par de alas y no tenéis dificultad para empeñarlas durante unos pocos días de hospedaje, hasta que encontréis trabajo. Pero os advierto que debéis daros prisa, porque nuestra población va creciendo constantemente y hay un gran sobrante de trabajo. Los ángeles vagabundos han llegado a ser Una molestia.
— ¿En qué trabajaré yo? — dijo Thomas.
— Nuestras principales industrias — respondió el guardián — son hacer arpas y coronas y criar flores. Pero hay muchas oportunidades para ocuparnos en servicios personales.
— Yo amo las flores — dijo Thomas —y me pondré a trabajar en criarlas. Allí hay un hermoso pedazo de tierra que nadie parece usar. Me iré a trabajar allí.
— No podéis hacerlo — dijo el guardián —. Aquella propiedad pertenece a uno de nuestros ángeles más previsores, que se ha hecho rico por el aumento de valor de la tierra y que conserva aquel pedazo para cuando suba. Necesitáis comprarlo o arrendarlo antes de poder trabajar en ella, y no podéis hacerlo todavía.
Y de este modo el cuento sigue, describiendo cómo los caminos del cielo, las calles de la nueva Jerusalén estaban repletas de desconsolados ángeles vagabundos que habían empeñado sus alas y andaban errantes por el cielo.
Aplaudís y es cómico. Pero hay en esto una moral que merece la pena de reflexionar. ¿Es cómico que imaginemos la aplicación al cielo de Dios de las mismas reglas de división que aplicamos a — la tierra de Dios, a pesar de que rezamos que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo?
Realmente, si lo pensáis, es imposible imaginarse tratado el cielo como tratamos nosotros esta tierra, sin ver que no importa cuán salubre sea su aire, cuán brillante la luz que lo llena, cuán magnífico el desarrollo de sus plantas, habría mi seria y padecimiento y una división de clases en el cielo mismo, si el cielo fuese dividido como nosotros dividimos la tierra. Y viceversa; si los hombres en esta vida obrasen recíprocamente, como nosotros tenemos que suponer que lo hacen los habitantes del cielo, ¿no seria esta tierra un verdadero paraíso? «jVénganos el Tu Reino» Nadie puede pensar en el reino que pide quien reza sin sentir que tiene que ser un reino de justicia e igualdad; mundo no necesariamente de igualdad en la condición, sino de igualdad en las oportunidades. Y nadie puede reflexionar sobre ello sin ver que tendría que venir sobre la tierra un verdadero reino de Dios si los hombres buscaran la realización de la justicia con sólo que los hombres reconocieran el principio esencial del cristianismo: el obrar para con los otros como quisiéramos que lo hiciesen para con nosotros, y reconocer que aquí todos somos iguales hijos de un Padre, con igual título a participar de sus mercedes, con igual título para vivir nuestras vidas y desenvolver nuestras facultades y aplicar nuestro trabajo a las materias primas que Él ha suministrado. ¡Ay! y cuando un hombre lo ve, entonces nace aquella esperanza de la venida del reino que trajo el Evangelio él las calles de Roma, que lo llevó a las tierras paganas, que lo hizo, contra las más feroces persecuciones, la religión dominante del mundo. El cristianismo primitivo no quería significar, al orar por la venida del reino de Cristo, un reino en el cielo, sino un reino sobre la tierra. Si Cristo hubiese predicado simplemente para el otro mundo, IGS altos sacerdotes y los fariseos no le hubieran perseguido, los soldados de Roma no hubieran clavado sus manos en la cruz. ¿Por qué fué perseguido el cristianismo? ¿Por qué fueron sus primeros creyentes arrojados a las bestias, quemados para alumbrar los jardines del tirano, cazados, torturados, muertos por todos los crueles procedimientos que un ingenio infernal podía sugerir? No porque fuese una nueva religión que se refiriese únicamente él lo futuro. Roma era tolerante para todas las religiones. Era orgullo de Roma que todos los dioses estuviesen acogidos en su panteón. Era orgullo de Roma el no intervenir en la religión de los pueblos conquistados por ella. Lo perseguido por ella fué un gran movimiento de reforma social, el evangelio de la justicia oído con agrado por pecadores vulgares, llevado por trabajadores y por esclavos a la ciudad imperial. La revelación cristiana era la doctrina de la igualdad humana, de la paternidad de Dios, de la igualdad de los hombres. Minaba en su misma base aquella monstruosa tiranía que tenía opreso al mundo civilizado; rompía las cadenas de los cautivos, las argollas del esclavo; y aquella monstruosa injusticia que permitía a una clase despilfarrar los productos del trabajo, mientras aquellos que trabajaban apenas podían nutrirse. Esta es la razón por la cual fué perseguido el cristianismo primitivo. Y cuando aquélla no pudo contenerlo por más tiempo, las clases privilegiadas adoptaron y pervirtieron la nueva fe y vino a ser al fin, no el cristianismo puro de los primeros días, sino un cristianismo que, en muy grande extensión, era el servidor de las clases privilegiadas. Y en vez de predicar la esencial paternidad de Dios, la esencial hermandad de los hombres, sus altos sacerdotes infundieron en todas las puras verdades del Evangelio la blasfema doctrina de que el Todopoderoso distinguía entre personas y de que, por su voluntad, y por su mandato existe esta monstruosa injusticia que condena a grandes masas humanas a una extenuadora tarea sin recompensa.
No es que ha fracasado el cristianismo; el fracaso ha estado en esa especie de cristianismo que se ha predicado.
Nada es más claro que si somos todos hijos del Padre universal, todos tenemos derecho al uso de sus mercedes. Nadie osa negar esta proposición. Pero los hombres que vuelven sus rostros contra las conclusiones de aquélla, dicen virtualmente: «¡Oh!, sí; eso es verdad; pero es imposible llevarla a efecto». Mas pensad en lo que esto significa. Este es el mundo de Dios y, sin embargo, tales hombres dicen que este es un mundo en el que la justicia de Dios, la voluntad de Dios no puede llevarse a la práctica. ¡Qué monstruoso absurdo! ¡Qué monstruosa blasfemia! Si el Dios amoroso debe reinar, si sus leyes son no sólo las leyes del universo físico, sino del universo moral, tiene que haber un medio de llevar a efecto su voluntad, tiene que haber un camino para hacer justicia igual a todas sus criaturas.
Y así es. Los hombres que niegan que hay medio práctico de llevar a efecto la percepción de que todos los seres humanos son igualmente hijos del Creador, cierran sus ojos al camino llano y patente. Es desde luego imposible en una civilización como la nuestra dividir la tierra en pedazos iguales; tal sistema pudo adoptarse en un primitivo estado social, entre un pueblo como aquel para quien se forjó el Código mosaico. Hemos progresado en civilización hasta más allá de tan toscos regímenes, pero no hemos progresado ni podemos progresar hasta más alla de la providencia de Dios. Hay un medio para asegurar los derechos iguales de todos, no dividiendo la tierra en pedazos iguales. sino tomando para uso de todos aquel valor que se adhiere a la tierra, no como el resultado del trabajo individual sobre ella, sino como resultado del aumento de población y del progreso de la sociedad. Por ese medio todos estarían igualmente interesados en la tierra de su país nativo. Si uno utilizaba un pedazo de más valor que su vecino, pagaría un impuesto más pesado. Si no usaba tierra directamente, aun así sería un igual partícipe en la renta. He aquí el camino sencillo. ¡Ay! y es un medio que a mi juicio infunde al hombre que realmente ve su bondad, una idea de la benéfica providencia del Padre común, más vigorosa que ninguna otra. No se puede ver, creo yo, al través de la Naturaleza. Ya mire a las estrellas con un telescopio, o le revele el microscopio aquellos mundos que encontramos en la gota de agua, ya considere las facultades humanas, las combinaciones del mundo animal o de cualquier orden de la naturaleza física, tiene que ver que ha habido un inventor y un arreglador, que ha habido un plan. Tan vigoroso es este sentimiento, tan natural es a nuestra mente, que aun los hombres que niegan la inteligencia creadora, se ven obligados, a pesar de sí propios, a hablar de plan. Las garras de un animal fueron dispuestas para trepar con ellas, las aletas de otro para caminar al través del agua. Sin embargo, aunque mirando al través de las leyes de la Naturaleza física encontramos la inteligencia, no encontramos tan claramente la bondad. Pero en el gran hecho social de que a medida que la población crece y se realizan las mejoras y los hombres progresan en civilización, la única cosa que sube en todas partes es el valor de la tierra, podemos ver una prueba de la bondad del Creador.
Porque, considerad lo que significa. ¡Significa que las leyes sociales son adecuadas para el hombre progresivo! En un primitivo estado social en que no son necesarios gastos colectivos, no se adscribe valor él la tierra. El único valor adherido lo es a las cosas producidas por el trabajo. Pero a medida que la civilización marcha, a medida que se efectúa la división del trabajo, a medida que los hombres se concentran, las necesidades comunes crecen y la necesidad de rentas públicas nace. Y de igual modo, en este valor que se adhiere a la tierra, no por razón de lo que el individuo haga, sino por virtud del desarrollo de la sociedad, hay una previsión dispuesta — podemos decir confiadamente que dispuesta — para satisfacer las necesidades sociales. Exactamente, a medida que la sociedad crece, crecen las necesidades comunes y crece este valor adherido a la tierra — en el caudal predispuesto para que aquéllas puedan ser satisfechas —. Aquí hay un valor que puede ser tomado sin infringir el derecho de propiedad, sin tomar nada del productor, sin disminuir la natural recompensa de la actividad y de la laboriosidad. Además, aquí hay un valor que tiene que ser tomado si queremos impedir el más monstruoso de todos los monopolios. ¿Qué significa todo esto? Significa que en el plan creador, el natural avance de la civilización es un avance a una cada vez mayor igualdad, en vez de serlo a una cada vez más monstruosa desigualdad.
«¡Vénganos el Tu Reino!» Acaso nosotros nunca lo veremos. Mas para el hombre que comprueba que puede venir, para el hombre que comprueba que le es dado trabajar por la venida del reino de Dios sobre la tierra hay, aunque nunca vea ese reino aquí, una sobrada recompensa: la recompensa de sentir que él, por pequeño e ignorante que sea, está haciendo algo por ayudar a la venida de ese reino; haciendo algo en pro de aquel poder divino que se manifiesta en todo el Universo, haciendo algo por arrancar este mundo él las garras del demonio y hacer de él el reino de la justicia. ¡Ah! Y, aunque no viniere, todavía, aquellos que luchan por él sienten en lo íntimo de sus corazones que tiene que estar en alguna parte — saben que en alguna parte, en algún tiempo, aquellos que luchan cuanto pueden por la venida del reino, serán bienvenidos —. Entonces, aun entonces, en algún tiempo, en alguna parte, el rey les dirá: «Bienvenido, siervo bueno y leal. Enira a gozar de tu Señor.»